Capítulo 1
Yo he sido infeliz toda la vida, pero nunca tanto como para hacer algo al respecto. Y he hecho muchas cosas, pero ninguna con convicción. Muchas han requerido tiempo, esfuerzo, pero todas las que he logrado se han sentido como desconectadas de mí mismo, un libreto escrito para alguien más, que nadie me entregó, nadie me obliga a representar y que interpreto porque no sé qué más hacer, sin odiarlo lo suficiente como para dejar de leerlo. Y habría podido continuar en esa vida de mediocridad exitosa si no hubiera sido por la desaparición de Jorge.
La última vez que lo vi fue la última vez que vino a Nueva York, hace casi siete años. Si vino después, no se tomó la molestia de llamarme, cosa que me habría ofendido porque él tiene muchos amigos. Y los hace fácilmente, sin esfuerzos y con una sinceridad apabullante que lo hace irresistible, yo solo tengo uno, él. Y ahora nadie sabe dónde está y yo soy el único que puede encontrarlo.
Fue en el cementerio de Green-Wood, aquí en Brooklyn, en el entierro de un profesor que nos había dado clases a los dos cuando él hacía su maestría en Literatura Comparada (nunca me supo explicar exactamente qué era eso) y yo hacía la mía en Arquitectura. En ese entonces, cuando estábamos estudiando, vivíamos juntos en un apartamentico en Astoria con otros dos estudiantes extranjeros: una polaca que vivía furiosa porque todo el mundo le pronunciaba mal el nombre (¡Agátha, no Ágatha!, ni hablar del apellido) y un muchachito turco, hijo de un magnate de no sé qué cosa, que nunca iba a clase y dormía todo el día. Yo no quería inscribir un curso de novela y teoría literaria que no tenía nada que ver con mi carrera, pero el profesor, un tal Leonard Sarfaty, y esto me lo dijo Jorge con el entusiasmo infeccioso que yo ya le conocía, era no solo una eminencia en su campo ultraespecífico de teoría yo no sé qué, sino que era un novelista cada vez más respetado. A mí nunca me ha interesado particularmente la lectura de novelas, pero Jorge fue tan insistente que terminamos metiendo el curso juntos, en parte porque soy fácil de convencer de cualquier cosa y en parte porque él podía ser muy convincente. Mi Jaimito, me dijo, agarrándome la cara y mirándome a los ojos un día en la cocina del apartamento. Mi Jaimito, Sarfaty es un genio. ¡Un genio! Si no se gana el Nobel en los próximos veinte años, es porque el mundo es una mentira y nada significa nada. Y antes de que yo pudiera objetar que no había que esperar veinte años y un Nobel para saber que el mundo es una mierda, él siguió: Entonces, hay que cogerlo ahorita, que no es mundialmente famoso, antes de que la fama y la fortuna se le suban a la cabeza y deje de dar clases. Y me tuvo así, con las manos en los cachetes, durante un buen rato, explicándome el genio sutil, la maestría técnica y la originalidad deslumbrante que él había descubierto en la obra del profesor (solo dos novelas en ese momento), al parecer antes de que todos salvo los más perspicaces críticos se dieran cuenta. Imagínate el privilegio de tener como maestro a un genio de los que solo vienen una o dos veces cada cien años, Jaimito. Le dije que bueno.
Sarfaty no llegó a ganarse el Nobel, pero sí se volvió mundialmente famoso, como Jorge había predicho. Y, según el obituario del New York Times, si no se hubiera muerto en un accidente de tránsito, habría continuado el tour que estaba haciendo, ganando uno tras otro los premios más importantes de las letras, hasta llegar al más importante que se hubiese merecido por ser, como lo puso el obituario, “un escritor de inteligencia enorme que combina la alusión culta, siempre debajo de la superficie, con una prosa simple, cómoda, lúcida, de un tono conversacional sin esfuerzos, para revelar la profunda complejidad emocional de sus personajes”. Chévere, pensé; algún día debería leerme algo. Para cuando murió, yo ya había olvidado lo poco que había aprendido en la clase y no había vuelto a pensar en el escritor; solo me enteré de su muerte cuando Jorge se apareció en mi apartamento, sin llamar, con el único blazer que tenía, una corbata roja y camisa a cuadros que lo hacía ver como si acabara de salir de su primera entrevista de trabajo. Tenía los ojos rojos de llanto y el pelo, como siempre, negro, liso y peinado hacia atrás. Yo no lo veía desde el día mi grado de la maestría, que él no había terminado, unos años antes. Cuando llegó a mi apartamento, más flaco que nunca y con su mejor pinta puesta, dijo que había venido a recogerme para que fuéramos juntos al funeral, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, como si nos hubiéramos visto la tarde anterior.
Tenemos que ir, mi Jaimito, tenemos que ir, me dijo con el tono que solo usaba cuando algo le parecía una cuestión de vida o muerte. Creo que nunca lo había visto de corbata, ni siquiera en mi grado, y estoy seguro de que si él sí hubiera terminado su maestría, no se la habría puesto para el suyo; eso y los ojos llorosos me convencieron y, sin hacerle más preguntas que no me iba a responder, me puse mi mejor vestido, yo sí saco y corbata, y salí con él para el cementerio. No me dijo nada, ni en el metro ni en el bus que había que coger para llegar a Green-Wood, más allá de Sunset Park, en una parte de Brooklyn que nunca había tenido ni la oportunidad ni las ganas de visitar. Entramos detrás de una fila de neoyorquinos bien vestidos, supuse que miembros de la crema y nata de la élite cultural de la ciudad que habían ido a despedir a uno de los suyos.
Allí había habido una batalla de la Guerra Civil, o quizás de la Independencia, no recuerdo, y luego habían convertido el terreno en un cementerio. Hay algo de irónico, quizás algo de tétrico en eso de convertir el lugar de una matanza en la última morada de la clase dirigente de la ciudad, el tipo de personas que no se habrían hecho matar a cañonazos en una guerra. En otro momento Jorge habría hablado largamente de eso, de la ironía, o de las energías que fluyen en espacios como ese o de la historia de los cementerios en occidente o quién sabe qué. Pero ese día no dijo nada. Es, sin duda, un sitio hermoso, se puede ver por qué les gusta. Está lo suficientemente fuera de la ciudad como para satisfacer una fantasía de reposo pastoril, pero no tan lejos que no se pueda ir en metro. Además, desde donde iban a enterrar a Sarfaty, judío neoyorquino nacido en Siria, criado en Francia y educado en Londres, se veían claramente los rascacielos del Downtown y la Estatua de la Libertad a lo lejos. Dentro de la ciudad, pero afuera de ella. Sobre eso me habría hablado Jorge también, alguna idea brillante se le habría ocurrido sobre el espíritu de esta ciudad un poco demente o sobre la relación que los seres humanos teníamos con la muerte, que nos impulsaba a rodearla de paisajes como de campo de golf o postales para turistas, pero estuvo callado.
La procesión fúnebre entró al cementerio por un arco neogótico que me hizo pensar en las cúpulas de Lourdes en Bogotá, aunque no tuve la oportunidad de comentar lo feos que me parecían ambos; Jorge me estaba arrastrando de la manga, como si quisiera llegar a coger buen puesto para la homilía. El féretro estaba rodeado casi exclusivamente de gente vieja, de la que uno ve en la ciudad, siempre en Manhattan, a los que se les nota la plata, los que viven en la Nueva York de las películas, los que firman los cheques y se conocen entre sí porque van a las mismas cenas y están en las mismas juntas directivas de museos, fundaciones y compañías multinacionales. Son los que no se suben al metro ni por error, los que recuerdan la Nueva York de los setenta con nostalgia porque nunca bajaron de la 59 y se creen con derecho a decir qué es un neoyorquino de verdad y decidir dónde está la verdadera ciudad, lejos de Time Square y cerca de sus apartamentos en el Upper East Side —o el Upper West Side si son bohemios—, gente como mi jefe, que en ese entonces no tenía la menor idea de quién era yo y a quien yo conocía, solo por reputación, como uno de los dos o tres magnates que controlaban la construcción en la ciudad.
No lo pude mirar mucho, a mi jefe, ni a las demás personas que estaban con él, ni al uno que otro estudiante de Sarfaty, a quienes reconocí porque eran los únicos, junto con Jorge y conmigo, que no se habían gastado lo de dos meses de arriendo en un traje de paño o un vestido de diseñador. Tampoco pude apreciar el terreno, sembrado de árboles de sombra generosa y lápidas de mármol sobrio salvo la ocasional estatua de mal gusto que seguramente marcaba la tumba de algún mafioso que se había graduado y ya hacía parte de la alta sociedad. Ni siquiera pude disfrutar la vista en esa mañana de sol frío de abril. Así, a lo lejos, Wall Street y lo que se alcanzaba a ver de Jersey City parecían un sueño, una cosa que existía solo en la imaginación o en una película de Woody Allen. Jorge seguramente tenía opiniones sobre todas esas cosas, pero no las compartió.
Empezó a hablar una mujer de unos sesenta años, bajita, del tamaño de una adulta atrapada en el cuerpo de una niña, con el pelo crespo desordenado en una greña altísima como solo pueden permitírselo las personas que están en las esferas tan altas de la sociedad que no tienen la necesidad de quedar bien con nadie. Tenía unas gafas oscuras redondas, círculos pequeñitos que la hacían ver como una especie de insecto embutido en un vestido negro con pepas blancas, evidentemente comprado para la ocasión en alguna boutique de quinta avenida. Habló despacio, visiblemente conmocionada y con plata vieja en la voz, el acento inconfundible del oriente del país, el que seguramente suena en casa de los Rockefeller o en las mansiones de los Hamptons en las que las palabras para invierno y verano se usan como verbos. Más tarde, Jorge me diría que era la editora de una revista literaria de la que yo nunca había oído hablar y que era quien decidía quién se convertía en el siguiente Delilo o Pynchon o Franzen.
Tenía sentido que la vieja estuviera triste, se le había muerto, después de todo, su más reciente proyecto, pero durante el funeral no pude entender por qué Jorge estaba tan afectado. Mientras la señora le echaba flores al muerto, quizás leyó un poema, no sé, yo solo podía mirar a mi mejor amigo. No lo había visto en años; estaba más flaco que de costumbreaZ, con sus pantalones entubados y una camisa que tenía que haber comprado en la sección de niños. De tez blanquísima y una barbita medio chivera, medio demoniaca e impecablemente cuidada, Jorge tenía un aspecto que lo hacía ver fuera de lugar en todas partes, pero, al mismo tiempo, tan raro como para encajar en el apartamento de un banquero en el Upper East Side o fumándose un porro con el salvadoreño que lavaba platos en un restaurante chino ciento cincuenta cuadras más al sur tras sobrevivir el infierno de los coyotes y el río Grande. Y para ambos, para el banquero y el lavaplatos, Jorge habría sido un amigo fiel, una especie de Mefistófeles bonachón, siempre dispuesto a compartir todo lo que sabía y a escuchar, con genuina curiosidad, los problemas del otro. Así había sido, me enteré más tarde, con Sarfaty.
Yo le había perdido la pista a Jorge cuando abandonó la maestría y, ese mismo día, empacó una maleta y me dejó encartado con un cuarto y su parte del arriendo del apartamento de Astoria. Después de que vimos el curso con el novelista, se había decepcionado de la academia gringa. Decidió que era un sistema que solo servía para producir títulos inútiles y para inflar las filas de los subempleados, que salían al mundo con un cartón muy impresionante, muchas deudas y poco más. Interesadas como estaban las universidades en competir unas con otras y masajear las estadísticas que medían, según me lo explicó en la nota que encontré en la mesa de centro cuando se fue sin despedirse, la calidad de la educación, los programas de maestría y doctorado les llenaban la cabeza a los estudiantes con sueños de carreras importantes y les echaban flores hasta a los más mediocres porque no querían dañar los porcentajes de deserción. Yo también estaba aburrido, pero, a diferencia de Jorge, preferí aguantar el descontento hasta tener el diploma.
Cuando por fin bajaron el féretro, una foto del escritor sonriente puesta en un caballete al lado del hueco, seguramente tomada de la contraportada de la última novela que yo no había leído, pero que, me diría Jorge después, estaban en proceso de convertir en una película que se iba a ganar al menos el Óscar de guion adaptado, se atacó a llorar. Lo había visto llorar antes, a menudo y por todo tipo de razones. Borracho o sobrio, se le salían las lágrimas ante la belleza de un atardecer o la escena más cursi de la peor comedia romántica, o de la risa por un chiste del que se había acordado y no se había tomado la molestia de contar en voz alta. Pero ese día, en el cementerio, rompió en sollozos que nunca le había oído, desordenados, grotescos, casi animales, pocas lágrimas y muchos mocos, un recordatorio incómodo de que eso era un funeral y no, como parecía por el público y las cámaras de los noticieros, un evento de sociedad.
Se me colgó del cuello y estuvo llenándome el hombro de babas hasta el final de los discursos. Un par de veces trató de decirme algo, pero solo le salieron palabras a medias, interrumpidas por sollozos y saliva. Solo después, cuando ya se había ido todo el mundo, encontramos un sitio para sentarnos y hablar de verdad. Era un diner, de los que tenían el mismo menú que todos los otros diners del país, que todavía no habían convertido en una pastelería orgánica o algún tipo de pub en el que solo vendieran cervezas artesanales o cocteles de veinte dólares y los meseros usaran todos tirantes y bigotes engominados.
De la conversación recuerdo poco y, por mucho que intente, no se me ocurre qué le pude haber dicho para que, siete años después, antes de desaparecer de la faz de la tierra, decidiera dejarme una carta en la que me pedía —suplicaba, según Juan David, su hermano, quien encontró la carta en el apartamento desierto— que yo lo fuera a buscar. Hablamos de Sarfaty en el diner, eso lo recuerdo. Hizo un esfuerzo valiente por hacerme entender lo importante que era la obra del novelista (entendí poco, recuerdo menos). Me dio a entender que habían sido buenos amigos después de que él abandonó la universidad; se había convertido en una especie de secretario del escritor. Lo acompañaba a todas partes, le leía los manuscritos, iba con él a unas cenas, les conversations, en francés, que organizaba otro escritor muy famoso y a las que iban intelectuales y periodistas y políticos. Las hacían en apartamentos diferentes cada vez, siempre lujosísimas, la comida preparada por algún chef especialmente para los ilustres comensales, que siempre incluían al menos a un ganador de algún Nobel. En esas cenas, Sarfaty le susurraba a Jorge en una mezcla venenosa de árabe, francés, inglés y ladino que dejaba a todos sin la menor idea, salvo por la sospecha de que al menos la mitad de las palabras de esa lengua ignota, que el escritor reservaba para sus amigos de verdad, eran groserías.
Maestro, me dijo Jorge en el diner —así me decía, sin malicia, desde que me había graduado y él no—, esa era la educación que tú y yo nos merecíamos, esas conversaciones con esa gente. Me gustó que me incluyera a mí, que me pensara capaz de seguirles la cuerda a todos esos escritores y artistas de los que no había oído hablar y cuyos libros no había leído ni me interesaba buscar. No tuve el corazón para decirle que no solo no me habría interesado asistir a sus conversations, sino que, de haber ido, me habría aburrido hasta las lágrimas. Trató de explicarme algo de lo que había aprendido en esas cenas, de la ironía e ingenio con las que Sarfaty dominaba la charla, de las críticas ácidas pero justas que les hacía a las letras contemporáneas y las preguntas inescapables que le hacía a la sociedad americana, cómo combinaba las tradiciones más dispares para demostrar que al fin de cuentas todos éramos iguales, igual de mezquinos, igual de aterrorizados, igual de idiotas. Cada noche era un performance, mi Jaimito, me dijo todavía fascinado por la erudición de su maestro. Este tipo la tenía clarísima, repitió, clarísima. Veía venir todos los movimientos culturales y políticos cinco años antes de que ocurrieran y los conectaba con filosofías de todas partes y todas las épocas.
Me siguió contando mientras yo me comía los pancakes con huevo frito y una tajada de pie y tres tazas de café y él no probaba la omelette que había pedido. Cuando la sabiduría de Sarfaty empezó a sonarme a cosas medio místicas, como de nueva era, le puse menos atención, pero lo dejé hablar sin interrumpirlo porque me pareció que le hacía bien, también porque me había hecho falta oírlo hablar con la emoción que yo le envidiaba. Cuando terminó, insistió en pagar, me abrazó fuerte, me dio las gracias por acompañarlo, me dijo que me quería mucho, me dio un beso en la frente y se subió a un taxi, cosa que nunca lo había visto hacer, caminante empedernido y usuario experto y orgulloso del metro en la ciudad. Esa fue la última vez que supe de él. Después de eso, durante siete años, nunca me buscó. Y yo solo empecé a buscarlo cuando ya había desaparecido en Bogotá.